miércoles, 25 de marzo de 2009

La batalla de Cannas


realmente fue una buena contienda, cómo un enemigo a ultranza del imperio romano enseñó más que cualquier senador de su época. Los buenos enemigos generan muchos conocimientos.

Fue la batalla de Cannas de las que se estudian en los libros, cómo consiguió inutilizar a los soldados romanos al replegar el centro mientras con los flancos se realizaba una maniobra envolvente, y la caballería corría hacia la retaguardia enemiga, de forma que los enemigos se estorbaran unos a otros a la hora de luchar, y que sólo hubiera una línea de combatientes que pudiera hacerlo.

Ya demostró Hannibal su maestría en un viaje hacia la península itálica lleno de vicisitudes, y de lo que hablan que rompieron las piedras en el paso de los Alpes con vino caliente, hizo alianzas con las tribus allí asentadas y sin embargo no tomó Roma.

La única lectura que puede extraerse es que, pese a que su padre le hizo jurar odio eterno a aquella ciudad, aquel odio se transformó en respeto. Hannibal supondría que era del todo punto imposible tomar la ciudad eterna, lo cual consiguió el punto del subconsciente necesario para que Roma se rearmara y enviara un ejército a las mismas puertas de Cartago. No considerara conveniente o suficientemente pertrechado su ejército para enfrentarse al enemigo. Y fue Hannibal quien acabó sus días escondido y finalmente se suicidara para evitar caer en manos enemigas. En un alarde de ucronía sería curioso observar qué hubiera sucedido si realmente Hannibal hubiera tomado Roma, si sólo se hubiera tratado de un saqueo más al igual que el de los bárbaros, o si por el contrario hubiera cambiado la faz del imperio que dominó la tierra durante varios siglos.